miércoles, 12 marzo, 2025

Un acuerdo en medio de una crisis mundial

Nadie sabe explicar qué pasó, pero el Gobierno estaba dispuesto hasta el jueves de la semana pasada a enviar al Congreso el acuerdo con el Fondo Monetario. De pronto, el ministro de Economía, Luis Caputo, anunció que el acuerdo se aprobaría por un mero decreto de necesidad y urgencia que no reúne las condiciones que exige la Constitución para que se dicten los DNU. Son posibles “cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución”, reza el inciso 3 del artículo 99, que es el que reglamenta esos decretos que tienen fuerza de ley. No existen tales circunstancias excepcionales, porque el Congreso está en sesiones ordinarias. Es probable, no obstante, que por circunstancias excepcionales se entienda la imposibilidad de mostrar los grandes trazos del programa que se acordó con el organismo multilateral.

El nuevo préstamo del FMI a la Argentina conllevará una cantidad de dinero fresco que no se precisó en ningún lado; se habla de una cifra que va de los 10.000 millones de dólares hasta los 20.000 millones. Es razonable que el Gobierno se niegue a exhibir la “letra chica” del acuerdo, porque esa parte del programa pactado podría incluir el anticipo de decisiones económicas, sobre todo referidas al dólar, que provocarían la desestabilización del mercado cambiario. Podría también incluir alguna fecha precisa que advierta a los pícaros sobre la forma en que el país comenzaría a salir del cepo al dólar, que tanto daño le hace a la economía nacional.

Extraña, del mismo modo, que el Gobierno haya decidido aprobar un acuerdo que el Fondo nunca anunció, aunque es probable que el organismo esté esperando un “amplio apoyo político y social” al programa para que su directorio lo apruebe. Sin embargo, suele haber siempre alguna palabra auspiciosa de parte del Fondo sobre las tratativas con el gobierno argentino antes de que aquí se apruebe el acuerdo. “Amplio apoyo político y social” es lo que el FMI siempre pide y es, a la vez, lo que Javier Milei esquivó cuando decidió firmar un decreto de necesidad y urgencia.

Desde ya que es más fácil firmar un decreto con la firma del Presidente y con la sola compañía de sus disciplinados ministros que enfrentar un debate en el Congreso, al que seguramente hubieran sido convocados el ministro de Economía y el jefe de Gabinete, Guillermo Francos. La administración argumentó el nuevo crédito en la necesidad de pagar parte de la deuda que el gobierno argentino tiene con su Banco Central; es una forma elegante de decir que el objetivo consiste en contar con dólares contantes y sonantes en el Banco Central para enfrentar una salida del cepo, extravagancia cambiaria que lleva ya seis años de vigencia. Las reservas actuales son negativas, aunque mucho menos negativas que las que dejaron Alberto Fernández y Sergio Massa. Es probable que ni Francos ni el Caputo ministro logren eludir esa citación legislativa cuando el decreto de necesidad y urgencia sea tratado por la comisión bicameral, que debe dictaminar sobre los DNU antes de que estos sean tratados por los plenarios de las dos cámaras del Congreso. Pero un DNU necesita solo de la aprobación de una de las dos cámaras; un proyecto de ley para aprobar el acuerdo hubiera requerido, en cambio, de la conformidad explícita de las dos cámaras. Tal aclaración solo explica la anomalía del DNU, no la justifica.

Milei está por acordar con el Fondo Monetario en medio de un ciclo de volatilidad de los mercados internacionales (el lunes y martes, pero sobre todo el lunes, fueron días negros para Wall Street y Europa), consecuencia en gran medida de la guerra arancelaria que el presidente norteamericano descerrajó contra Canadá, México y, sobre todo, contra China. Analistas internacionales estiman que la benevolencia de Trump con el autoritario gobierno ruso de Putin, aún en el caso de la cruelmente invadida Ucrania, se debe a que no quiere que el ruso se coloque del lado de China. Para alcanzar ese objetivo Trump quebró la política exterior de los Estados Unidos de los últimos 50 años.

Cuando el entonces déspota de Irak Saddam Husein invadió Kuwait en 1990, para controlar las reservas petroleras de ese país, fue el presidente republicano de los Estados Unidos, Bush padre, quien lideró una operación militar internacional con el objetivo cumplido de no sentar el precedente de que un país pueda ocupar impunemente otro país. Esa política es la que destruyó Trump cuando abandonó a Ucrania frente a otro déspota, Putin, que ocupó su territorio impunemente hasta ahora. Trump declaró el martes que lo único que tiene sentido es que Canadá se convierta en “el querido Estado número 51″ de los Estados Unidos. Una ofensa en toda la regla a uno de los siete países más desarrollados económicamente del mundo. Canadá integra el G7, el exclusivo club de los países más poderosos del planeta, desde 1977.

Todos los gobiernos de Washington cuidaron la relación con Canadá y México porque son los únicos dos países que tienen frontera seca con la principal potencia del mundo. Trump rompió también esa política histórica de los Estados Unidos. La volatilidad de la economía mundial tiene su razón de ser en esas disrupciones del flamante gobierno norteamericano. Es imposible no recordar que también Mauricio Macri firmó un acuerdo con el Fondo Monetario en medio de una crisis económica global, promovida en gran parte por el acceso al poder de los Estados Unidos de Donald Trump en 2017. Ya entonces, en su primer mandato, Trump amenazó con una guerra comercial con China y estableció una relación tirante con México; Estados Unidos es el destino de más del 80 por ciento de las exportaciones mexicanas. Para peor, anunció entonces el “plan de obras de infraestructura más grande de la historia de los Estados Unidos”, grandilocuente como es siempre.

Pero ese anuncio desvió todos los dólares que había en los mercados financieros internacionales hacia los Estados Unidos, porque se suponía que el gobierno norteamericano necesitaría créditos para hacer posible su programa de obras públicas. Macri también necesitaba créditos de los mercados financieros. Se quedó sin crédito y solo tenía un camino para conseguir dinero: el Fondo Monetario. Macri era amigo de Trump desde fines de los años 90, como ahora el mandatario de la Casa Blanca es amigo de Milei, un amistad más nueva y más ideológica. Trump no quería hacerle daño a Macri ni tampoco quiere perjudicar ahora a Milei; son sus políticas la que terminan complicando la economía argentina. Al fin y al cabo, Trump solo se parece a Milei en su condición de outsider político.

En lo demás, el líder norteamericano es, al revés del presidente argentino, nacionalista, estatista y proteccionista. Nada que ver con Milei. ¿Ejemplo? Milei está a punto de romper el Mercosur porque quiere un rápido acuerdo de libre comercio con los Estados Unidos, mientras Trump les pide a los empresarios norteamericanos que se preparen para producir sin importaciones. Según él, la “América otra vez grande” necesita cerrar su aduana. Vale la pena hacer una aclaración: la prohibición que pesa sobre los países del Mercosur para que cada uno establezca sus propias alianzas comerciales quedó obsoleto y es injusto porque no prevé el interés nacional de las naciones que lo integran. Uruguay viene reclamando ese derecho desde los tiempos de Jorge Batlle, hace 25 años, aunque parece haber cambiado de posición con el nuevo presidente de ese país, Yamandú Orsi, militante del Frente Amplio. Milei no pensará mucho tiempo si la opción que le dan es el Mercosur o un tratado de libre comercio con los Estados Unidos: elegirá Washington en el acto.

Regresemos al decreto de necesidad y urgencia porque esa vía anómala elegida por el Presidente puede definir si existe el “amplio apoyo político y social” que siempre reclama el Fondo Monetario. En primer lugar, ninguna ley está por encima de la Constitución y esta establece que la deuda interior y exterior del país son atribuciones del Congreso. Una ley de 1992, en tiempo de Carlos Menem, dispuso que el Poder Ejecutivo podía eludir el paso legislativo en el caso de los endeudamientos con los organismos multilaterales que integra la Argentina. No obstante, esa deuda debía ser aprobada por el Congreso cuando trataba el presupuesto de cada año, que es el camino más fácil que eligieron todos los gobiernos.

Una ley del gobierno de Alberto Fernández, cuando Martín Guzmán era el ministro de Economía, cambió tal decisión y dispuso que los acuerdos con el Fondo Monetario deben ser aprobados por el Congreso. Sucede que por primera vez en la historia el país no tiene un presupuesto aprobado por el Congreso durante dos años consecutivos. La oposición hace su trabajo, sobre todo el kirchnerismo, pero tampoco el Gobierno se entusiasmó, en algún momento al menos, con la gestión de la aprobación del presupuesto. En síntesis, el gobierno está trabajando con la permanente prórroga del último presupuesto de Alberto Fernández, el de 2023, y puede, por lo tanto, disponer sin problemas de las partidas presupuestarias. La consecuencia más evidente es que la nueva deuda con el Fondo Monetario corre el riesgo de no ser tratada por el Congreso, como manda la Constitución, ni como un proyecto especial de ley ni dentro del presupuesto; solo la trataría como un decreto de necesidad y urgencia, que significaría un módico apoyo legislativo. Si a Milei no le gusta la ley de Alberto Fernández-Martín Guzmán (hay muchos a los que no les gusta esa norma), debió derogarla antes de incumplirla. Por ahora, no cumplió ni con la ley vigente, buena o mala, ni con la Constitución.

Otra cosa es la perversión de la historia incluida en los tuit de Cristina Kirchner, referidos al acuerdo con el Fondo, con su habitual y despectivo “Che, Milei”; no se trata así a un presidente de la Nación, le guste o no le guste. En sus largos -cuándo no- mensajes de la expresidenta ella destaca el supuesto desendeudamiento con el Fondo del gobierno de su marido muerto. Es cierto que a fines de 2005, Néstor Kirchner decidió pagarle todo lo que la Argentina le debía al Fondo en ese momento, unos 10.000 millones de dólares. El Fondo cobraba una tasa de interés anual del 3,5 por ciento, pero a condición de negociar con el gobierno argentino un programa económico común, que debía ser revisado frecuentemente por misiones que enviaba el organismo. Ese control lo desquiciaba a los dos Kirchner. Lo cierto es que poco después, Néstor Kirchner comenzó un proceso de endeudamiento con el gobierno venezolano de Hugo Chávez, mediante la entrega de bonos del Tesoro a pagarse en el futuro. Fueron alrededor de 6.000 millones de dólares en total. Chávez no le pedía nada y le enviaba el dinero en el acto. Los bonos argentinos -el país estaba en default parcial todavía- pagaban entre el 11 y el 12 por ciento, superaban un aumento triplicado de la tasa que cobraba el FMI. Con el último préstamo, Chávez destruyó los bonos argentinos. Los entregó a terceros a una tasa anual del 16 por ciento. Cuando se enteró, dicen que Néstor Kirchner daba vueltas por el despacho de los presidentes, descompuesto de furia, repitiendo lo mismo: “nunca más”, “nunca más”. El desendeudamiento kirchnerista fue siempre una falsa cacofonía de fanáticos.

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