A primera vista, Roberto Moldavsky se parece bastante al que está arriba del escenario. Es simpático, le gusta hacer reír, pasarlo bien, ir de fiestas y no es nada tímido, disfruta socializar con quien se le acerque, lo salude a la distancia o le pida una selfie. «Yo empecé la actuación a los 50 años, vengo formateado de otra manera, no soy como esos genios de Olmedo, Porcel, Calabró, que arrastraban décadas de éxito… Yo no le escapo al cariño de la gente y soy re cholulo cuando estoy rodeado de figuras».
Es conocida la historia de Moldavsky y su metamorfosis. De vender casi toda la vida camperas en el barrio del Once a empezar a actuar en cuevas barriales e ir ascendiendo hasta ser una estrella de la calle Corrientes y viajar por el mundo con sus divertidas historias de vida y cuentos sobre el judaísmo bajo el abrazo, que lo convirtieron en uno de los humoristas más importantes del país. «Siempre lo digo y lo quiero mencionar. Sin Jorge Schussheim, no hay nada, yo no existiría», afirma Moldavsky en un desayuno con Clarín frente a La Mansa.
Volvió a Punta del Este después de dos años y trajo su show «Playa, chivito y Moldavsky», con funciones de jueves a domingo en el Enjoy. «Amo esta ciudad, disfruto de todo lo que tiene y cuando nos convocaron del hotel, no lo dudamos. En comparación a la temporada que había estado, se nota que hay más argentinos y es lógico, los precios aquí y allá son similares. Lo veo con mis propios ojos, yo voy al súper, a las tiendas, alquilé un departamento… Antes era imposible, pero ayer fui al súper y compré tomates más baratos que en Buenos Aires».
Dice que disfruta el regateo y esa pulseada para llegar a un acuerdo económico. «Me apasiona esa adrenalina, quiero estar yo en la negociación, no me gusta que lo hagan por mí. No me importa que me conozcan; al contrario, mejor, porque la otra parte sabe que yo me dedico a esto, a regatear, lo tengo inoculado en la sangre, está en mi ADN. Es más fácil pelearla cuando estás bien y cuando ganás la contienda cuando no se trata de una necesidad básica. Alquilé un departamento, me pedían tres mil dólares y contraoferté 2.500. Pero no uso la estrategia de tirarle abajo el lugar, al contrario, se lo elogio, le digo que vale más de lo que pide, pero le remarco que está fuera de mi presupuesto».
Aparece la primera señora que le pide un beso y le agradece por hacerla reír. Retoma el hilo de la charla. «¿Viste esas máquinas que están en los juegos para los pibes, que tienen un gancho que baja e intentan levantar un peluche? Bueno, Schussheim me sacó así, de los pelos, del Once. En el voleo, salí yo, podía haber sido otro. ¿Podés creer que Jorge me vio en un DVD de un curso de stand-up en el que estaba yo? Los milagros existen… Después llegaron Fernando Bravo, Gerardo Rozín, que permitieron conocerme, y hasta que llegó Gustavo Yankelevich e hizo de esto algo masivo. Tengo 62 años y hace apenas siete que estoy en esta ola vertiginosa de éxito y popularidad».
Dice que le gusta la plata, pero que no está hecho ni puede vivir sin trabajar. «Me tienta la guita, pero limitadamente… Pero tengo claro que la guita es sólo un medio de cambio, no un fin en sí mismo. Si pienso así la cagué. Yo tengo amigos que amarrocan y no se dan un gusto y la acumulan vaya a saber por qué. Me parece que les ganó la libido de tener y sumar cada vez más y después es jodido cortar con esa obsesión. Yo les digo que piensen en que usen esa adrenalina en cómo gastarla… Yo la disfruto, viajo, compro, soy generoso con los que están alrededor mío. Me la gasto, es para eso«.
Y dice que se sintió tentado más de una vez con alguna propuesta laboral «que significaba una montaña de billetes, pero como dice Yankelevich, la plata no lo justifica todo. ‘¿Plata o carrera?’, me dice. Y tiene razón Gustavo, que está al lado mío en todo momento y es más que un representante… Hay propuestas que son irresistibles económicamente, pero a la carrera no le aporta nada, entonces hay que ser piola para cuidar el camino realizado hasta aquí y no dilapidarlo todo. ¿Qué propuestas? Publicidades que no tienen que ver conmigo o programas de televisión que me encorsetan y en los no puedo ser yo del todo, ¿se entiende? Yo estoy bien así, desde que debuté estoy en un momento dulce, no me puedo quejar».
Aparecen en la charla Sara y Jacobo, «todo el Antiguo Testamento en dos personas», desliza risueño. «Mi vieja vendía empanadas recién hechas en una canasta en el bondi y mi papá fue un comerciante de toda la vida. ¿Podés creer que se recibió de mecánico dental y no quiso ejercer? Lo queríamos matar, prefirió vender muebles, pensaba que la plata estaba por ahí. ¿Cómo era? Un tipo generoso, cuando tenía un mango lo prendía fuego, te diría que hasta un poco irresponsable fue. ¿Qué aprendí de Jacobo? Heredé su generosidad, pero con sentido común. Y a ser un buen vendedor, mirá que soy bueno, pero papá era diez veces mejor«.
Lamenta que sus padres no lo hayan visto en la cresta de la ola «almorzando con Mirtha Legrand, en el living de Susana o en la calle Corrientes». Pero recuerda una anécdota con Sara, en sus inicios, cuando actuaba en la Sala Siranush de la calle Armenia. «La pasé a buscar con el auto y le comenté que le quería mostrar algo. En un momento llegamos a la esquina de Juan B. Justo y Córdoba y le dije ‘mamá, mirá para arriba’. Y había un cartel gigante con mi cara, anunciando mis presentaciones. Se quedó un rato largo mirando fijo, en silencio, y de repente me mandó: ‘Qué parecido a vos es ese muchacho’. Cuando le dije que era yo, no lo podía creer».
Su papá lo alcanzó a ver muy a los inicios, cuando actuaba en Boris, un club de jazz. «Ellos percibían que a mí me fascinaba el humor, que quería subirme a un escenario y que de a poco estaba alejándome del negocio de Once. Un día me dicen que fuera a su casa y lo primero que me tiran es: ‘¿Por qué nos estás haciendo esto? ¡Qué te hicimos, Roberto!'», relata Moldavsky de una manera que es imposible no doblarse de la risa.
Y vuelve a Jacobo, a sus recuerdos allá por 2012. «El viejo estuvo varios días internado, estaba medio senil, deliraba, decía cosas raras, sin sentido, de pronto puteaba, pero dos días antes, en un increíble estado de lucidez, me miró desde su cama y me dijo: ‘Con la vida de mierda que tengo yo, ¿vos por qué no sos más feliz?’. A mí me dejó en shock, no lo podía creer. Papá estaba atado a la cama porque se arrancaba el suero, las sondas, terrible… Se estaba muriendo atado, ¿entendés? Pero eso que me dijo fue una bisagra y a partir de entonces cambié un montón de cosas de mi vida personal y laboral que me hacían infeliz. Fui un boludo grande que necesité que mi papá, agonizando, me diera permiso para rehacer mi vida, para ser feliz«.
Subraya Moldavsky que ese giro de 180 grados es lo que más le agradecen sus hijos Eial y Galia, «por eso me cagaron estudiando filosofía y sociología», ironiza. «Yo también soy sociólogo y llevo este saber a mis shows. A mí me ayudó a observar de otra manera la vida en pareja, la vida de familia, a sacarle el cuero, en joda, a la gente a través de la ropa que usa, y también a desarrollar el humor político».
Lo vuelve loco Capusotto, «él sí es un verdadero sociólogo del humor, sabe cómo nadie encontrar personajes que saca de la galera y me parece un genio». Piensa y le aparecen decenas. «Pizzería los hijos de puta, Juan Carlos Pelotudo, Almirante Brown, cuando hace el personaje de Brad Pitt, que no la pone nunca -se mata de risa-. ¿Entendés que el tipo lo ve todo? Es un perro verde, distinto a todos, a él sí que la guita no lo marea. Hace lo que le gusta, dónde le gusta, cuándo le gusta: full carrera. Me encantaría hacer algo con Diego, lo que sea… pero nunca tuve oportunidad de acercarme o poder conversar. No va a faltar la oportunidad de expresarle mi admiración personalmente».
Asegura que no siente presión por hacer reír. «En el teatro tengo un contrato y voy con un libreto armado que puedo llegar a modificar alguna cosita, improvisando algo, pero sé que va a funcionar. Donde me curtí es en los eventos empresariales, donde se respira otro aire, y donde a la primera de cambio, si no surte efecto el parlamento, tengo que meter un volantazo. Pero en ese ámbito es donde aprendí a manejar los climas, a tener otro instinto, a entender para qué lado tengo que ir».
Como amante del humor político, venera a la política argentina, que le resulta el mejor abastecedor de material. «Admiré a Tato Bores, a quien no pude conocer, y a Enrique Pinti, que sí conocí y pude hablar bastante. y me dijo dos cosas que me van a quedar para siempre. Una, que nunca deje el humor político, porque es una bandera que hay que mantener para enfrentar la grieta. Dos, si de algún lado no te putean, es porque estás haciendo algo mal. Te tienen que putear de ambos lados, duro y parejo: gorila, kuka, gorila, kuka, zurdo de mierda, facho de mierda, y así».
Es un gran consumidor del humor y se considera un «generoso reidor». Ve a todos, los conoce a todos. «Me encantan Natalia Carulias, Connie Ballarini, Fer Metilli, Dalia Gutmann, Malena Guinzburg, Juan Barraza, Seba Wainraich, Peto Menahem, Federico Simonetti, la banda de Sin Codificar, Yayo, Seba Presta. ¿Sabés cuál es mi sueño? Hacer un programa de sketch en televisión con todos estos. Sería un boom«. ¿No los ves como competencia? «Para nada, no existe eso, es un invento. Lo aprendí laburando en el Once, el sol sale para todos. Es fundamental que todos vendan, lo mismo cabe para el humor».
Comparte que está en un momento de dicha junto a su bella novia Micaela (39), a quien conoció porque era asistente de Gerardo Rozín. «Lo mío es labia, humor, porque yo físicamente no tengo nada para dar. La naturaleza no me dio nada de nada… y encima circuncidado». Hablando de lo físico, comparte que bajó 13 kilos en los últimos meses. «Me doy una pichicata semanal que me ayuda a comer menos. Como de todo, pero menos. Antes comía seis porciones de pizza, ahora tres. Si me zarpo, me siento mal, es un aviso. Pero no lo hago por la comida, los gordos comemos porque es rico, no por hambre, sino por una cuestión de salud».
Casi no hay más tiempo, apenas queda el recuerdo por Jorge Lanata, a quien conoció en Radio Mitre, en el pase con Eduardo Feinmann. «No éramos amigos, pero yo lo quería mucho, entendió mi laburo en la radio al toque y me empezó a llamar vago de mierda y me encantaba, porque decía que laburaba 20 minutos. Sabés que yo llegaba a su casa media hora antes del programa y sólo lo hacía para verlo, para estar con él y poder hablar. Me parecía una persona interesantísima para conversar de arte, política, música, comida… de cien temas. Un señor lleno de valores».
AS
Sobre la firma
Recibí en tu email todas las noticias, coberturas, historias y análisis de la mano de nuestros periodistas especializados
QUIERO RECIBIRLO