lunes, 6 enero, 2025

Rincón gaucho. Nuestras costumbres vistas por un viajero oficial sardo

José de Rochette (1804-1853), oficial de la marina sarda es uno de los tantos viajeros que llegaron al Río de la Plata. De su Relation d´un voyage a Fez en 1825 et extrait d´un voyage au Brésil et à La Plata en 1834, con unas noticias genealógicas sobre el autor por François Mugnier, editado en la imprenta de Meniard en Chambery en 1887, solo se conocía un ejemplar en nuestro país en la biblioteca del destacado historiador de nuestras tradiciones, Carlos A. Moncaut.

Estuvo en Buenos Aires desde el 26 de junio hasta el 8 de julio de 1834. Como uno de los oficiales que acompañó al comandante de la nave, oportunidad de visitar a los funcionarios del gobierno, concurrir al teatro, y de no pocos agasajos empezando por la familia del comerciante don Pedro Plomer, con cuya hija Eloísa había simpatizado mucho. Fueron los que le sugirieron recorrer los alrededores de la ciudad, se asombró de “los campesinos que montan a caballo y siempre van al galope. Acá no se economizan los caballos, que no valen ni veinte francos y ser sirven de ellos hasta para pescar”.

En una de sus cabalgatas llegó a un saladero, donde se maravilló de la destreza de sus trabajadores, que nos hizo en algo recordar al matadero de Echeverría.

Así lo describió “monté a caballo con muchos caballeros y salimos de la ciudad para recorrer la campaña y visitar un establecimiento donde se hace secar la carne que se envía a la Habana y al Brasil, donde constituye el principal alimento de los negros. Estos establecimientos se llaman saladeros, vale la pena verlos una vez. El ganado está en un gran cerco, un hombre a caballo entra en él, echa un lazo a nudo corredizo a la cabeza del animal que ha elegido, parte a galope conduciendo el animal afuera; este último se enfurece, se brega; otro hombre a caballo tira un segundo lazo a las piernas del buey, y luego los dos lo conducen al lugar en donde lo irán a matar. Un hombre armado de un gran cuchillo lo clava en su pescuezo; el pobre animal se cae, cuatro desolladores lo despedazan en cinco minutos. Abaten así de 100 a 150 animales en una mañana. Por la tarde se pone la carne en un gran depósito en donde se sala: queda en la sal durante algunos días y luego se cuelga en unos ganchos donde se deja secar.

Esta operación se hace en un cobertizo en donde el aire entra por todos lados. Se aprovechan todas las partes del animal; después de haber sacado el aceite de sus huesos, se hacen secar y se queman como si fuera madera; con la grasa se hace el sebo; con los músculos, los nervios y demás partes de carne o de las piernas se hace cola. Los cueros son muy estimados y con estos se hace un gran comercio, así como con los cuernos; se tiene cuidado de recoger también las crines. Se calcula que después de tres años el propietario de un corral dobla su capital”.

Se anotició de los grandes estancieros “que poseen hasta 60 u 80 mil cabezas; hay praderas inmensas, casi no se cultiva la tierra”.

Con respecto a nuestros gauchos los notó “muy sobrios; un pedazo de carne asada les basta, con tal que tengan tabaco, porque fuman mucho. Gustan apasionadamente de una bebida que se parece al té. Desmenuzan una yerba que llaman matea, la colocan en una nuez de coco o en una calabaza, le ponen encima un carbón ardiendo, y luego vierten agua hirviendo, que chupan con una pequeña caña o tubo”.

Sobre la afición al mate en la ciudad notó que se “prepara empero en forma distinta: añádese azúcar que se hace quemar con un carbón ardiendo y al agua hirviendo se agregan algunas gotas de leche. El vaso en que se sirve es de costumbre una nuez de coco armada en plata, la bombilla es también de plata. Al llegar a una casa, se ofrece el mate. Los primeros días yo lo encontraba detestable; ahora estoy acostumbrado y todas las noches Eloísa me lo ofrece. Pero volvamos al saladero. El Director había hecho preparar un pedazo de carne embroquetada y asada sobre las brasas: clavó el asador en el suelo y cada uno de nosotros tomó un trozo. Hallamos delicioso este asado”.

El 5 de julio fue con los Plomer hasta Barracas a la quinta del almirante Brown, quien los había convidado para comer carne salada. “Mantuvo su palabra y nos trató como si fuéramos a bordo. Su carne estaba deliciosa, yo me serví tres veces; luego nos levantamos de la mesa, se dejaron las botellas y nos sirvieron cigarros; entonces empezaron los brindis…”

Esta relación de Rochette prácticamente desconocida, es sin duda un nuevo aporte de los muchos que hay sobre la vida de nuestros hombres de campo en las afueras de la ciudad y sus costumbres.

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