Casi todas las que consideramos obras de arte, ante las que ponemos los ojos en blanco y consideramos la expresión más sublime del espíritu humano, tienen un origen turbio. Muchas nacieron por encargo, o fueron hijas del capricho, o la casualidad. Algunas se crearon para ganar dinero, prestigio, o para demostrar poder, propio o ajeno. Otras fueron intentos plebeyos de remedar formas más prestigiosas, y dieron por resultado productos híbridos, malformados, que sin embargo alcanzaron una perfección extraña. Otras fueron hechas para ganarse el pan, o pagar deudas, con una urgencia desesperada, y sin embargo perduran.
Viendo su historia azarosa, siempre nos asalta el temor de haber perdido otras tantas en el desquicio de nuestra propia historia, abundante en errores. Y hay algo más, quizás más inquietante. Si pudiéramos recordar qué obras se apreciaban en cada época, veríamos que rara vez coinciden con las que hoy recordamos. Cualquiera de nosotros, con la memoria escasa de una vida, podría comparar qué se leía, se escuchaba o se veía en el cine en una época determinada, y qué ha quedado de ello, o qué se aprecia hoy. No está mal. Cada época, cada quien, construye el pasado. Y el pasado contesta según la pregunta que le hagamos. No hay pasado sin un presente que pregunte por él.
Hace muchos años, en una época que hoy nos parece hasta ingenua, Horacio Quiroga cerraba sus discusiones literarias con el grito “¡Cita en 20 años, caballeros!” Nosotros no tenemos esa confianza en el paso del tiempo, en que pondrá las cosas en su sitio. Somos hijos de un siglo trágico, y transitamos otro que nació agónico. Para nosotros ni siquiera es seguro que el paso del tiempo traiga más tiempo. Al cabo, nos decimos, no habrá justicia, ni belleza, ni verdad vencedoras. Solo olvido y polvo. Así que cuando nos sentamos en silencio frente al televisor a mirar series, no albergamos la esperanza de ver obras de arte, sino series. ¿Cuál es el valor que pueden tener? El valor de entretener nuestro tiempo. En ese sentido, no hay engaño: las series se asumen como parte de la industria del entretenimiento, y vemos las series para entretenernos. Sin embargo, cuando nos acomodamos a escuchar (o ver) historias, frente al fuego o frente al televisor, siempre hacemos las mismas preguntas: ¿esta historia nos dirá algo, nos explicará cómo es lo que ignoramos? No podemos impedirlas.
¿Las series responden estas preguntas? ¿Las contestan todos los libros, todas las músicas, todas las películas? ¿Las contestan del todo, todo el tiempo? Algo hay de eso, algo escuchamos. Por eso seguimos mirando series. Porque de vez en cuando, entre pedazos de falsos cadáveres y frases remanidas, aparece algo que nos susurra en un idioma en que nos reconocemos o descubrimos.
Tal vez las series sean, después de todo, la manera en que nos habla la época, la manera en que podemos escucharla y sospechar que habla con nosotros.